La escritora Ana María Fuster es como un “pointer”. Como es muy joven, yo siempre trato de evitarle horrores del pasado. Pero en esta ocasión fue inevitable hacer un “break off” con los últimos libros que nos quedaron de “El Informe Cabrera”. El mismo día del incendio de la planta, la mamá de Aravind, la cirujana que me operó cuando niño, me llamó por teléfono interrogándome sobre la situación de San Juan durante la quema de los tanques. Debo llevar ya cinco o seis años guiando por la zona. Tanques de gasolina que dan grima porque no es la primera vez que se queman, y están todos herrumbrados de nuevos que eran en los setenta. Cierto horror sideral me invade cuando tengo que darles vueltas en la Rodeo negra que me dejó mi papá. Mi itinerario cubre un viaje atravesando la carcel federal, pasando los tanques hasta Puerto Rico Supplies. Es un distribuidor de comida escolar que retrata a Britney Spears en traje de baño, y entonces me acuerdo de que Britney se casó con un militar argentino. Lo que ha llovido desde que mi novia y yo vimos los restos de un submarino alemán en Arecibo, no me permite recordar los veranos que pasaba con Britney en Isabela. En cierto modo, el horror de este cuento es el olvido, y todo lo que se ha dejado. Yo no quisiera contarle a Ana María todo, pero cuando voy a hacer un “break off” con el material no hay más remedio. El montón de basura militar que encontramos mi esposa y yo en el camino darían para el cuento más grosero que se pueda imaginar. Pero entretanto, he decidido contarle uno.
Mi esposa y yo estábamos por separarnos, ya que eran tantos los restos de la guerra que encontramos en las costas de su pueblo, que no podía sacarla de su depresión. Ella se había tenido que criar en Nueva York. Yo, porque soy empleado de riego, me crié en la isla aunque estuviera llena de maquinaria bélica. Un trabajo que tuve que hacer de niño con mi padre, nos llevó a una planta eléctrica vigilada por la Guardia Nacional, durante la huelga de estudiantes del 73. Así como ahora que la cirujana me mandó a buscar con el hijo porque se estaban quemando los tanques a los que yo circunvalé durante años. Se temía, como en la niñez, el inevitable acto de vandalismo, y por eso estuve tantos años por la zona de Cataño. Lo más que se podría hacer sería aislar el fuego, que ya era inevitable. Y esta vez no estaba con mi papá, sino con Aravind, que se parece mucho a mi papá. El trabajo de riegos no se iba a poder hacer esta vez, ya que la nube de fuego estaba cargada de oxidantes peligrosos. Muchas veces con un poco de lluvia se despeja una manifestación o una huelga. Porque se usa a los empleados de riego para dispersarlas, los bandoleros no han tenido otra opción que pegarle fuego a los tanques de gasolina. Y en ese caso, ya no se puede hacer nada. Mi esposa vino a Puerto Rico poco después de un “break off”. El horror que le provocó el estado de la isla después de la Segunda Guerra Mundial, no me permitió sino llevarla a un clínico para que desovara como una foca. Poco antes de llevarla al clínico, que era una solución protestada por los estudiantes, nos encontramos en un apartamento en donde ella hizo una serie de grabaciones. Como tantas muchachas neoyorkinas, ella quería ser “recording artist” y echar para la radio. Y eso porque no se puede salir mucho a hacer teatro de tan contaminado que está el ambiente.
La cosa es que cuando volvimos del clínico, mi esposa me pidió que la llevara a la playa por última vez. Nos tiramos en guagua hasta Arecibo, porque le quería mostrar el submarino. No se ve hundido, pero del agua sobresale una antena que da escalofríos, por la idea que da de que el enemigo sea igual o más sofisticado que nosotros. Esa impresión no se borra tan fácilmente aunque uno viva siempre en la isla y no tenga la idea de que Alemania es también una civilización. Mi esposa se tiró en el agua, luego vimos a un pescador recojiendo jueyes, y entonces pasó por allí una amiga de ella en taxi que nos llevó hasta Santurce, en donde nos pusimos a comer spaghetti. El riego del sitio en donde nos habían pedido que viviéramos estaba terminado. Era un parcho verde de hierba en la Universidad, no tan grande como un parque de golf, pero al que los profesores querían ver irrigado. Y por eso estábamos allí.
Cuando terminamos el trabajo, mi esposa me dijo que no quería efectos secundarios. Un hijo le parecía mal, un efecto secundario exactamente. Yo la llevé a los doctores porque no quería ser madre. Puerto Rico le parecía tan feo como a mi amigo Aravind, que es la persona con la que trabajo ahora. Claro, que ya no hay que bregar con una persona del sexo opuesto, ni tener hijos. Además, Aravind es el hijo de la cirujana que me operó cuando niño. Ahora todo es limpio, pero alguna vez tuve que casarme y no pude evitar hacer los riegos con una pareja. Cuando volvimos de Arecibo mi esposa y yo, después de la cena con spaguetti en la que estuvo su amiga, no volví a verla de nuevo.
Me hablaban ahora de una tal Nayda de una clase más elevada con la que tendría que casarme si quería ser maestro.
No he olvidado que me tuve que mudar a hacer un tercer trabajo de riegos en Trujillo Alto, viviendo ahora con una muchacha que usaba el nombre de la tal Nayda, pero que no era ella. Caminando por allí me encontré de nuevo a la amiga de mi esposa, que salía de una oficina de dentista. Es curioso que siguiera viviendo cerca de mí, la misma mujer que nos llevó a comer spaguettis y que según recuerdo acompañó a mi esposa cuando ella quiso hacer las grabaciones.
-¿Qué haces por aquí?- le pregunté. -¿Cómo es que siempre estás cerca de mí cuando no has sido mi novia ni mi esposa?
-Es verdad que siempre estoy contigo- me dijo.
Su misteriosa aparición de aquel entonces me llamó la atención, aunque lo pasé todo por alto. En realidad estos eran los hechos, que la amiga de mi esposa siempre estaba conmigo en todas partes. Cuando mi esposa por poco se me desmaya porque la imagen de la antena del submarino le dio pavor, la amiga de ella supo estar con nosotros con toda naturalidad. Había que mostrarle esas cosas ya que de alguna manera hay que explicarle a los de Nueva York por qué seguimos nosotros aquí, aunque ellos estén allá. Lo hacemos para tratar de mejorar el ambiente, y entonces los trabajo más importantes son los riegos, aunque no todos somos unionados, ni podemos pensar en que se nos pague por hacerlo. Ana María es el “pointer” que me sigue ahora, y es natural que me pida un cuento para después del “break off” del viernes pasado. Cuando vemos las altas llamaradas en la planta a la que le dimos vueltas, no hay más remedio que decir nos vemos. Si no me equivoco, la ví en Puerto Rico Supplies cuando nos despedimos de la planta que estaba por quemarse. Las amenazas venían porque podíamos ver a la mujer que nos odia en la pantalla del televisor.
Ana María está, igual que mi papá, en el sector Bechara de Cataño. Allí la pude ver antes de que termináramos de imprimir el libro que empezamos a vender hace poco.
¿Es esta escritora la hija de la famosa Nayda? No estoy seguro, es un misterio para mí. Lo que más me interesa ahora es contarle otro horror que hizo que mi esposa regresara a la ciudad de los rascacielos. Es curioso, pero le dio miedo el DC-3 de la base Ramey. Yo la llevé a jugar a los bolos en la base, cuando todavía no éramos novios, y el DC-3 abandonado al lado de la torre de control le dio miedo. Naturalmente, me puse a averiguar por qué pudo haberle dado tanto miedo. El gobierno ruso, para la época en que Trotsky todavía dirigía el ejército rojo, usaba ese tipo de avión con esquíes para reconocer las estepas entre Alemania y Rusia. A ese DC-3 le quitaron los esquíes y se lo regalaron al Estado Libre Asociado, que no sabía qué hacer con él porque es un avión para los sitios fríos. Es decir, no está pintado de oxidantes, sino que conserva la carrocería en el metal pelado. Los temores de mi esposa, entonces, siempre tienen algo interesante, y por eso me ocupo mucho de ella y de las cosas que le dan miedo, ya que casi siempre son objetos militares.