Mi perra murió esta mañana. Estuve con ella hasta el final, toda una vida en la casa donde escribí el Tratado de las Emociones en los Animales y en el Hombre. Esmeralda era mi modelo. Me fijaba en el hecho de que tenía periodos de irritación y de alegría, igual que yo. Sólo que no podía hablar. Pero en general las mismas neuras que yo, los mismos periodos de irritación, como digo. Estudié sus emociones y creo que llegué a pensar que nunca me quiso. Sin embargo, era mi terrier blanca. La reina Victoria estaba al tanto. Sabía que estaba con Esmeralda la mayor parte del tiempo, que no hacía nada ya. También sabía que me trajo problemas, que tuve que ponerle un bozal. La evolución que tanto me importó, y en la que le hice creer a todo el mundo, me dejó frío. Me importaron las emociones de Esmeralda. Viejita ya casi ni ladraba. Rarezas del señor Darwin. Cuando finalmente murió esta mañana, la reina me dejó saber que iba a condecorarme por los servicios a la Corona. No fui al Palacio de Buckinham a recibir el premio. No quería verme la cara.
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