No sé cómo es que estoy aquí. No me acomoda la silla de ruedas, en realidad no sé por qué estoy ensillada, pues puedo caminar. Puedo levantarme a cualquier hora, nadie me dice nada cuando voy al baño. Debería estar con mi hijo, lejos de este lugar, quizá en la playa, o en mi casa. No tengo casa propia. No sé por dónde empezar a explicar lo que me pasó. No fue una caída, nunca me he caído ni me he enfermado de gravedad. No estoy mal de salud. Solamente la edad, no sé ya ni cuántos años tengo. ¿Cómo fue que empezó todo esto? Cuidaba gente como yo, de la edad que debo tener yo ahora. Trabajaba en un asilo y mi hijo me lo reprochaba. Me ocupaba más de los viejos que de mi familia. Me caían bien, no hacía otra cosa que estar con personas mayores.
En el asilo no me decían nada. Excentricidades, cosas de mujer rara. Todas eran jóvenes y yo en el asilo. Leí que asesinaron a una como yo, que trabajaba en una égida. Era artista, aunque sin suerte. Una noticia que leí en el Vocero. Aunque no era jóven como yo. Si no reciclara los periódicos podría recordar cómo se llamaba esa señora. Pero yo era joven y hacía lo mismo que ella. Ciudar ancianos. O por lo menos eso decían los periódicos que informaron sobre el crimen.
Verdad o no se los dejé pasar. Nunca averigué si era verdad que la habían ultimado como decían. Pasaron muchos años y mi hijo ya no venía a verme cuidar a las personas mayores. Me sentía bien. Cualquier día, como por juego, las enfermeras que estaban conmigo me dijeron que descansara un poco. Buscaron una silla de ruedas y me dijeron que me sentara. Los cuidaba todavía, pero estaba cansada. No me sentía mal. Mi hijo no vino nunca más. La joven me miró con alguna pena y se fue a su casa. Es que nunca hice otra cosa.
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