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Campamento Guajataka


Muchas personas se han perdido en el abra del río San Sebastián. Los años en que trabajé para una escuela, cuidando a los niños, me llevaron al sitio varias veces y siempre me pregunté cómo era posible que se perdiera la gente allí, cuando lo que se podía ver no era la naturaleza tupida o los bosques inconmensurables que están más al este, sino apenas una colección de piedras del tamaño de una choza. Para cuidar a los niños que iban al abra a remar o a jugar con sus padres, me habían enseñado una colección de nudos con sus nombres. También sabía cocinar con dos cerillas y hacer un fuego sencillo, pero nunca pudimos trabajar con una brújula y un mapa. En poco tiempo, el señor que me criaba me dejó trabajando con los otros. No quería este señor darme la ilusión de que era mi padre. Mis padres, al parecer, se habían perdido, como tantos otros, en el abra del río y no había manera de dar con su paradero. Me habían dicho que los nudos, cuando se unen dos sogas distintas, son como el amor de dos personas que no se van a volver a ver, como lo podría ser, por ejemplo, el caso de mis padres. Pero en lo que a mis padres respecta, apenas no sé nada. El señor que me cuidaba era oficial de esas tierras y si me había llevado a la escuela, no era sino para que aprendiera a cuidar a los otros niños, que sí tenían padres.

En la primera escuela que estudié, que estaba en la ciudad, todavía no me hablaron del abra del río San Sebastián. Un señor me enseñó algunas canciones en francés y no me pude quedar en ella porque una niñita se sintió muy conmovida cuando supo que mis padres se habían perdido en el abra. A muchos niños como yo se les daba la ilusión de que tenían padres, y nunca se enteraban de lo que había pasado. No obstante a mí, el oficial de las tierras que la rodeaban, como dije, jamás me quiso dar ninguna ilusión y le instruyó claramente a su esposa y a sus hijos que me trataran en la casa de ellos como un extraño. No lo resentí, como es natural. Porque en el fondo me son personas del todo desconocidas. Conocer a mia verdaderos abuelos y tíos habría sido mi primera ilusión. Ello no fue posible, pero sí estuve muchos años cuidando a los demás en el territorio en donde se perdían las personas.

Es curioso que mi amigo Francisco José se perdiera en el abra. A veces pienso que con tal de que yo quedara mal, quiso perderse para siempre en los meandros del río. Las visitas al lugar fueron varias, pero nunca con muchachas. No muy lejos del abra, estaba una central abandonada con una pulpería. Llovía mucho todo el tiempo y siempre se hablaba de gentes que tenían la capacidad para alterar los patrones del clima, pero nunca del abra en sí. Había no muy lejos también un campamento para los niños en el que se quedaban los padres y los niños. Me llamaba la atención que la gente acampara tan cerca del abra, conociendo que ocasionalmente se perdían allí algunas parejas. A mí me llevaban allí, como es natural, porque mis padres se habían perdido en la embocadura. Alguna rara superstición los obligaba a llevarme y yo creo que es por eso que me enseñaban a cuidar a las personas. La vida con el oficial era triste. Casi todo el tiempo me reprochaba el hecho de que mis padres hubieran desaparecido, como si el hecho de nacer los hubiera espantado.


Que Francisco José se perdiera es lo que me extraña, ya que sus padres le pedían que me acompañara todo el tiempo. Nuestras conversaciones eran largas y tediosas, por lo general. Todos los detalles que el pudiera conocer sobre la vida de mis padres antes de que desaparecieran en el río, la apariencia física y los hábitos culinarios de los dos, recuerdos que se pudieran convocar, le resultaban del todo necesarios. En una ocasión, una señora inglesa me fue a buscar a una de las cabañas del campamento para darme un baño de pies a cabeza. No sabía de qué otra manera mostrarme su afecto y luego de que me diera el baño, me revisó el cuero cabelludo para ver si tenía placas en la base del cerebro. Ella era doctora en medicina y creo que todavía vive en los predios del campamento, aunque una señora argentina, creo que se llama Sandra, lo ha comprado para seguirlo porque se iba a derrumbar. Sandra compró también la fuente de sodas de la calle Fortaleza, me parece que los americanos dicen que es un “milk bar”, es decir, un sitio que sirve bebidas alcohólicas livianitas. También ha comprado una vieja tienda de lencerías y una librería. A todos los sitios que Sandra compró, ella me ha llevado porque los frecuentaba de niño y por la cuestión de que era huérfano. El inglés que nos llevaba a Francisco José y a mí al campamento, nos bañaba juntos para ahorrar agua y nos pintaba el cuerpo con témpara para hacer el papel de indios.




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